En nuestra lucha por reducir las realidades inciertas que acompañan nuestra vida, con frecuencia olvidamos las certezas incuestionables y hacemos como si nuestras más profundas evidencias fueran tan relativas como esas otras contingencias que enfrentamos a diario. Quizá la certeza total, la más imponente y ante la cual no caben escapatorias es que vamos a morir, de tal manera que, una vez llegados a este mundo, la única seguridad que podemos tener es esa cita inexorable con la muerte.

Resulta asombrosa por otra parte nuestra capacidad de olvido y de dar la espalda a algo tan nuestro, tan propio de nuestra condición humana, pues, a pesar de todo, nos coge siempre desprevenidos, como un enemigo que nos estuviera acechando para caer sobre nosotros en el momento más inconveniente y no queremos aceptar de ninguna manera lo inevitable de su intervención. Hay como una contradicción dolorosa en nosotros entre un intenso deseo de perdurar, de mantenernos en la corriente de la vida, y la evidencia de que a la vez ninguno lo vamos a lograr, a no ser en la memoria, que se expresa de tantas maneras, sea en la propia, sea en la de los que en algún momento nos encontraron.

Muerte y vida son como las dos caras de una misma moneda, han dicho los filósofos y los hombres santos de todos los tiempos, y nos han proporcionado ciertamente un buen legado de reflexiones y doctrinas acerca de la manera de soportar el peso de una contradicción tan desgarradora. Han tratado de enseñarnos cómo vivir plenamente, cómo alcanzar felicidad sin que la permanente compañía de la muerte nos angustie ni nos paralice, pues es difícil aceptar que sea la muerte la continua vencedora en una lucha tan desigual como la que se libra en lo más íntimo de nosotros mismos. Sin embargo, con bastante frecuencia optamos por dar de lado ese extraño enigma y hacemos como si no fuese a resolverse de manera tan lacerante, como si no nos fuésemos a separar nunca de quienes amamos, como si la intensidad con que vivimos no se fuese a agotar.

De repente, el encuentro con la muerte de otros, o con la posibilidad de la nuestra nos hace preguntarnos si no habrá también alguna manera de aprender el arte de morir, cuando al parecer hemos sido tan hábiles en elaborar un sofisticado arte de vivir. Quisiéramos encontrarle un sentido a lo que no tiene sentido, al menos aparentemente, nos afanamos en solventar la doble certeza que nos hace sentir que de alguna manera quien se ha marchado de nuestro lado, siempre antes de lo que hubiésemos previsto, sigue ahí, en otra dimensión quizá y al mismo tiempo su evidente ausencia, la negación casi total de su compañía.

Alimentamos la esperanza de que en alguna esquina de la vida se nos presentará la oportunidad de reunirnos con esa extraña comunidad de los que viven en ese misterioso reino de las sombras, con el íntimo deseo de hacerlo al menos con la misma elegancia, con la misma gallardía con que algunos vivieron ese trance supremo, dándonos el ejemplo de lo que podría llamarse el arte de morir.

M.ª DOLORES F.-FÍGARES

esmeralda

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