Una de las más sugerentes escenas de la Navidad es la que protagonizan los tres Reyes Magos, venidos de Oriente, postrados ante el divino Niño que acaba de nacer en un pesebre, presidida por el contraste entre la extrema pobreza de la sagrada familia y la magnificencia de los altos dignatarios, ofreciendo sus ricos presentes a aquel Niño que era ya el Rey del Mundo.

En esa escena se encontraban dos mundos: el de las antiguas civilizaciones orientales, que habían iluminado desde hacía milenios las tierras de más allá del Eúfrates, o del Oxus, o del Indo y la era que se iniciaba para Occidente, con una nueva visión del mundo, un nuevo mensaje.

Por eso se ha representado innumerables veces por los artistas de todos los tiempos y tanta repetición nos impida atender a las variadas lecturas de su potente simbolismo: la aspiración de ese encuentro tan fecundo y tan imposible, pues no debemos olvidar que los acontecimientos que inspiran esta conmemoración para una buena proporción de los ciudadanos del mundo, tuvieron lugar, según la tradición, en uno de los territorios más sacudidos ahora, XXI siglos después, por las convulsiones del odio y la exclusión.

De entre el ruido ensordecedor de todas las invitaciones al consumismo, de los conflictos que parecen no tener fin, tal vez porque sirven a intereses siniestros, nuestro esfuerzo de filósofos puede rescatar el mensaje antiguo de este tiempo, cuando tantas veces se repite la palabra paz y se olvida la condición necesaria para que pueda darse, como un regalo sagrado: que haya buena voluntad entre los hombres, pues de otra manera pueden cerrarse las puertas del futuro.

No podemos permitir que mueran los sentimientos elevados y nobles que sostienen la dignidad del ser humano, por haberlos visto tantas veces disfrazando el engaño y la opresión. Quizá tengamos que dejar nacer en nosotros el idealista que todos llevamos dentro, capaz de soñar con un mundo más justo y más bueno y atrevernos a soñar que tal cosa es posible.

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