La melancolía del otoño, con sus penumbras lluviosas, con sus celebraciones y homenajes a los difuntos, hace inevitable pensar en la muerte. A nuestro alrededor, la naturaleza se va replegando sobre sí misma, callan los pájaros y caen las hojas, dejando desnudos los troncos de los árboles. Es tiempo para la meditación y la reflexión, tareas propias de quienes aspiran a la Filosofía.

Pensar sobre la muerte nos lleva a muchos territorios de la conciencia, nos despierta innumerables preguntas que no sería prudente soslayar, a pesar de que nuestra cultura  y nuestras costumbres nos conminan a dar de lado una de las pocas certezas que tenemos y al mismo tiempo uno de los grandes misterios.

En contraste con esta insensatez actual, que olvida un hecho tan cierto, sabemos que todas las culturas y religiones han proporcionado respuestas y claves para encarar ese trance inevitable de la mejor manera posible. También lo han hecho los grandes sabios que han legado a la Humanidad sus hallazgos, desde el libro de los muertos egipcio, hasta el tibetano Bardo Thodol, desde El Bhagavad Gita hasta Platón y Marco Aurelio. Un estudio comparado de éstas y otras aportaciones nos ayuda a descubrir elementos comunes, presentes en todas las interpretaciones.

No es éste el lugar para analizar este asunto en profundidad, pero sí podemos apuntar algún rasgo fundamental en el que coinciden los textos sabios: por una parte, que es necesario aprender a morir por medio de una vida que se acerque lo más posible al ideal de la Sabiduría, por más que se trate de un trance natural y común a todos los seres humanos y por otra, que la muerte no es más que un paso a otro plano de conciencia. Esta afirmación encierra uno de los grandes secretos que nos han transmitido los sabios y los textos sagrados: el de la inmortalidad de nuestra alma, que vence a toda muerte, como la luz que atravesará las sombras del otoño y el invierno, para brillar triunfante la próxima primavera.

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