No todos los habitantes de la ciudad somos seres humanos, tan afanosos en hacer desaparecer los vestigios de la naturaleza y rodearnos de rígidas moles de cemento. A menudo nos olvidamos de esos otros moradores, alados y ruidosos que, desde que entra la primavera, revolotean por los espacios abiertos de nuestras calles. Es tan escasa nuestra familiaridad con ellos, que la mayoría de nosotros no sabemos distinguir entre la variedad de sus especies y desconocemos casi por completo sus costumbres cotidianas. Tampoco sabemos descodificar los mensajes que se envían en un lenguaje que desde antiguo se tenía como maravilloso y los que lograron entenderlo eran considerados sabios poseedores de misteriosas claves. Por lo general, a lo más que llegamos es a dejar que capten nuestra atención sus gorjeos y sus inquietos ires y venires, en esos instantes en que somos capaces de escuchar un poco más, o de mirar un poco más. Vivimos en mundos paralelos, que no llegarán a encontrarse, salvo que se produzca una de esas interferencias, o sincronicidades fortuitas con que la vida nos sorprende a veces.

Tal sucedió la otra tarde, cuando se aproximaba la hora en que los pájaros se recogen en esos árboles ciudadanos donde habitan. Un pequeño polluelo, a punto de que lo atropellásemos con nuestra prisa, en medio de una calle, nos hizo detenernos y darnos cuenta de la situación de peligro que estaba viviendo, pues a todas luces, se había caído del nido, antes de haber terminado de aprender las necesarias lecciones de vuelo y cómo sobrevivir en la jungla del asfalto, a la que se han adaptado sus congéneres desde hace generaciones. Debía ser un gorrión, y había que hacer algo, aunque no sabíamos muy bien qué, salvo cogerlo del suelo, antes de que lo aplastara algún conductor desprevenido. El pajarillo empezó a piar y tuvimos la impresión de que alguien, su madre posiblemente, desde un árbol cercano, le contestaba. Un señor, que pasaba por la calle, no tardó en incorporarse a la operación de salvamento y allí mismo nos enseñó lo que hay que hacer en estos casos: cogió el pájaro, y lo lanzó hacia el árbol, para que volara  hacia su madre, que le debía estar riñendo por imprudente. Pero el polluelo estaba tan desorientado que no supo volar en la dirección correcta y solo consiguió encaramarse a la barandilla de un balcón del primer piso de un edificio, eso sí, piando desaforadamente.

Ya no podíamos hacer nada más y nos fuimos con la desazón de no haber llegado a presenciar el feliz regreso del gorrioncillo a su nido. Allí se quedó, tratando de reunir valor para iniciar una segunda fase de su vuelo hacia el árbol, desde donde la madre le daba ánimos para que no tuviera miedo, tal como nos explicaba nuestro improvisado   instructor: era cuestión de un rato, lo más peligroso para un pollo que se cae de un nido es quedarse en el suelo, decía como consolándonos.

El episodio nos propone sus moralejas,  lecciones de la naturaleza aplicables a la vida cotidiana, o metáforas sobre lo que vivimos en la otra dimensión paralela: la primera, que no basta con levantar el vuelo, sino que hay que hacerlo con la orientación adecuada, la segunda, que a veces hace falta que alguien nos ayude a subir, sobre todo cuando hemos caído tan bajo y  por último, que, en cualquier caso, lo peor es quedarse a ras de suelo, porque nos pueden aplastar en cualquier momento.

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