La industria alfarera nace en el Neolítico y llega hasta nuestros días. Sus restos hacen feliz al arqueólogo, puesto que permiten la datación con un error mínimo de años. Y las más hermosas de las piezas son las sigillatas, es decir, las que llevan grabados.
Utilizaban moldes a torno, con el interior decorado, que se usaban para la producción en serie de vasos y platos. La existencia de marcas de alfarero indican que había diferenciación de talleres y de artesanos. Las marcas se hacían con pequeños punzones o con ruedecillas. Debían ser de la mayor importancia, porque es muy difícil encontrarlos en talleres, y sí en casas particulares los pocos que hay.
En las sigillatas la operación de secado se efectuaba dos veces: una con la pieza recién sacada del torno, para obtener una deshidratación completa, y otra después del barnizado. Los secaderos eran recintos cerrados para evitar los cambios de temperatura.
El horno para la sigillata es como los otros: la cámara de cocción, el lecho para combustible y la rejilla para las piezas. Pero tiene algo que lo hace distinto y sofisticado: un sistema de tuberías que atraviesa las paredes y permite evitar que el fuego y los gases entren en contacto directo con las sigillatas. Así, cocida solo por el calor, su textura y color son inimitables.
Las tuberías halladas en Andújar tienen estrechamientos para su ensamblaje. Las junturas se sellan con arcilla fresca. Después de la cocción de la pieza y del desmontaje de las tuberías, estas junturas se rompen y tiran, por lo que se encuentran masivamente. Por fortuna, esos pequeños elementos, así como los separadores de piezas, no tienen el menor valor monetario y han permanecido cientos de años en su rincón, ocultos a la codicia de los humanos.
Conocer el nacimiento de nuestras cerámicas, de la hermosa sigillata, es conocer la antigua vida de Iberia.
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