Nos salimos del tiempo lineal, que va acumulando nuestras experiencias cotidianas, y nos situamos en una dimensión de tiempo cíclico, que nos permite recuperar la potencia de los inicios y nos devuelve la vitalidad que el desgaste y el cansancio habían debilitado. Es el momento de hacernos las preguntas de siempre, las propias de los filósofos: de dónde venimos, hacia dónde nos dirigimos, cuál es la finalidad de nuestra existencia, los principios que la orientan, qué metas nos proponemos alcanzar.
Es indispensable que realicemos ese sencillo ejercicio espiritual y formulemos nuestros deseos más profundos, no los que proceden de nuestros caprichos primarios, sino los que nacen de nuestra alma, que nos solicita situarnos en armonía con nuestros ideales, con nuestras aspiraciones más valiosas. Preguntarnos por lo que de verdad importa, por los valores que nunca quisiéramos perder, por lo que permanece, frente a lo que cambia y se desvanece en la nada.
Nuestros quehaceres cotidianos habituales merecen también un revisión, ahora que está todo por hacer, pues no siempre sostenemos una armonía entre nuestras más caras aspiraciones y la dirección que damos a nuestros esfuerzos, cada día, a menudo gastados o desperdiciados en actividades que no se encuentran alineadas con nuestras finalidades, afirmadas y vueltas a formular en el momento mágico del año nuevo.
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