Si hiciéramos caso a los mensajes publicitarios que nos inundan en esta época del año, tendríamos que pensar que el mundo se ha detenido y todos nos hemos ido de vacaciones, es decir, hemos abandonado nuestra escena cotidiana y hemos escapado al país de nunca jamás a salvo de las incómodas obligaciones y deberes.
En el fondo de tales desajustes laten los desconciertos característicos de nuestra época y las habituales exageraciones con las que se enfocan en nuestra sociedad mediática las realidades que vivimos.
Una concepción cíclica del tiempo nos haría estar de acuerdo en que debe haber un tiempo para el trabajo y un tiempo para el descanso -como diría el Eclesiastés-, pero no como dos estados antagónicos, sino complementarios y orientados a la finalidad y el sentido de la propia existencia. Una filosofía activa y vital nos invita a buscarlos entre la infinita variedad de nuestras posibilidades, siempre más abundantes de lo que estamos dispuestos a admitir. La búsqueda se convierte así en el hilo conductor que unifica nuestras experiencias, superando dicotomías falsas, pues todo cuanto hacemos, sea trabajar o descansar, cambiando de actividad y de horizontes, se encuentra iluminado por una atención que se mantiene despierta en todas las circunstancias.
A la luz de estas reflexiones, tanto el trabajo como el descanso, o las vacaciones, se convierten en ocasiones propicias para encontrarnos con nosotros mismos, o con los demás, y quizá también con los grandes maestros de todos los tiempos, que nos dejaron sus sugerentes propuestas en tantas páginas inmortales, guías seguros para no perderse en el laberinto de la vida.
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