El budismo se encontró con el taoísmo, estableciendo el concepto de Wu-wei, que literalmente quiere decir “no actuar”, “no-compromiso”, consistente, en realidad, en una victoria sobre el yo, victoria que se basa en el acatamiento de las cosas según sus propias leyes, y no según los deseos personales, como si estos deseos fueran las leyes de la vida. “Cada cosa es lo que es, y tal es el Tao”, decía Lao-Tsé.

El confucianismo, por otra parte, representaba el otro aspecto del temperamento chino: el lado práctico. Este enseñaba la virtud del “jen”, la virtud humanista, basada en la necesidad de preocuparse de lo inmediato. “El camino del deber se encuentra en lo que está cercano a nosotros, pero algunos lo buscan en lo lejano. El cumplimiento del deber se encuentra en lo que es fácil, pero algunos lo buscan en lo que es difícil”. Confucio, de la misma manera que Buda, no gustaba de especular sobre los Misterios; esto le parecía vano e inútil. “¿Quieres servir a los dioses? Preocúpate antes de servir a los hombres”. “Si tú no comprendes la vida, ¿qué puedes comprender de la muerte?”, decía Confucio.

Los dos filósofos expresaban, esencialmente, su confianza en el buen sentido innato del hombre, ese sentido común que le hace percibir su propia sabiduría intuitiva, que lo llevará a la Iluminación, a la posesión de la sabiduría.

El pragmatismo asiático, y particularmente el chino, permitió al budismo transformarse en zen en el Japón, encontrando en el corazón de la doctrina de Buda el fin confeso del Maestro Sakyamuni: el acceso al conocimiento perfecto, más allá de la no permanencia y de la dualidad. Diana, “contemplación que conduce a un más alto grado de conocimiento o de meditación” en sánscrito, se volvió ch´an, “unión con la realidad” en chino, y fue trascrito como zen en idioma japonés. El misticismo hindú, juntamente con el pragmatismo y el humanismo chino, se ligaron mágicamente para crear una senda de sabiduría diferente de las otras vías, no por su fin, sino por sus propios métodos.

Esto nos lleva a considerar al zen como la interpretación japonesa de la Doctrina de la Iluminación, expuesta tanto en el Mahayana como en el Hinayana. Si los budistas han visto en las “Cuatro Nobles Verdades” o en el “Noble Óctuple Sendero” el centro de la enseñanza de su Maestro, el zen considera su Iluminación como la parte más significativa, esencial y fructuosa de su desarrollo filosófico.

La naturaleza del zen

El sexto Patriarca contaba: “En Damboin, Ma-tsou pasaba todas sus jornadas sentado, las piernas cruzadas, meditando. Su Maestro, viéndolo, le preguntó:

–¿Qué es lo que buscas aquí, sentado de esa manera, las piernas cruzadas?

–Es mi deseo llegar a ser un buda.

Entonces, el Maestro recogió un pedazo de ladrillo y se puso a pulirlo vigorosamente contra una piedra.

–¿Qué es lo que quiere hacer, Maestro? –preguntó Ma-tsou.

–Estoy tratando de hacer un espejo.

–Por mucho que lo pula jamás logrará hacer un espejo con ese ladrillo, Maestro.

–De igual modo, quedarte como haces tú, con las piernas cruzadas, no logrará jamás hacer de ti un buda, –respondió el Maestro.

–¿Qué es lo que debo hacer?

–Es lo mismo que conducir un carro; cuando no avanza, ¿azotarás al carro o a los bueyes?

Ma-tsou no respondió, y su Maestro continuó:

–¿Practicas esta postura de piernas cruzadas para llegar al estado de Dhyana o para llegar al estado de Buda? Si es para alcanzar el estado de Dhyana, Dhyana no consiste en el hecho de estar sentado o acostado; si es para alcanzar el estado de Buda, Buda no tiene formas fijas. Como no tiene lugar de residencia, nadie puede ampararse en él, agarrarlo. Si tú quieres llegar al estado de Buda quedándote así sentado con las piernas cruzadas, lo matarás. Mientras no te hayas liberado de esa postura, no llegarás jamás a la verdad”.

La creencia esencial del zen es la búsqueda de la naturaleza propia del ser humano, esa naturaleza interior que no puede ser explicada a través de conocimientos intelectuales o de prácticas psicológicas.

La visión de nuestra naturaleza original lleva al alma a la comprensión de la verdad. “No hay ni dirección ni instrucción; nosotros decimos solamente que hay que ver la propia naturaleza, y de ninguna manera practicar el Dhyana ni buscar allí la liberación” (Houei-nêng, sexto Patriarca). Es importante darse cuenta de que solo los que no tienen esta visión interior correcta, pueden leer los textos canónicos, practicar la meditación, pensar en el Buda, estudiar durante mucho tiempo e intensamente, y creer con todo ello que ya son budistas. Veremos más tarde, en las estrechas relaciones de la filosofía zen con el arte, bajo sus múltiples formas, que una pintura representa a un Maestro desgarrando furiosamente las páginas de un libro sagrado. Esta conciencia aguda de la experiencia individual permite, quizás, comprender mejor los principios básicos del budismo zen. “Si uno quiere buscar al Buda, se debe mirar en la propia naturaleza, pues esta naturaleza es el Buda mismo. Esta naturaleza es el espíritu, y el espíritu es el Buda, y el Buda es el camino, y el camino es el zen.”

Estas palabras, sacadas de las enseñanzas de Bodhidharma, el primer Patriarca del zen, que se encuentran en su tratado llamado Seis ensayos de Shoshitsou, en el Japón, resumen perfectamente la significación última del zen: que no hay que malgastar la vida en ejercicios que conducen a estados de trance, sino que hay que ver en la vida el propio ser, y ser así conducido a la liberación, por la propia experiencia íntima.

Siguiendo a Daisetz T. Suzuki, la esencia del zen consiste en “la adquisición de un nuevo punto de vista sobre la vida y las cosas”. Cuando en nuestra vida cotidiana, nuestra libertad profunda es estorbada por alguna cosa desagradable, debemos esforzarnos naturalmente por paliar esa “anormalidad” interior modificando nuestro punto de vista de las cosas, de tal manera que nuestra existencia tome un sentido nuevo, más vivificante, satisfactorio y profundo. Se trata de una especie de tensión superior hacia ese “despertar”, como traducimos a menudo la palabra japonesa satori, que, en realidad, no es otra cosa que la Iluminación búdica. Significa el descubrimiento de un mundo nuevo, no nuevo porque aparezca por primera vez, en el sentido estricto del término, sino nuevo porque hasta el momento actual no había sido percibido por el espíritu, prisionero de las brumas del dualismo de nuestra naturaleza manifestada.

Podemos suponer que, situando la conciencia en el nivel de la imaginación más elevada, se crea una especie de intuición de la naturaleza de las cosas, y que una vez que se tiene acceso a ella, permite al ser ver todas las manifestaciones desde un punto de vista diferente. Todas las cosas persisten inmutables en el mundo, pero ese mundo no es ya el mismo para el observador, de la misma manera que el Iniciado de la escuela de Pitágoras irradiaba luz, iluminado desde su interior, siendo siempre la misma persona sin serlo en el fondo. Una nueva dimensión se ha agregado a su naturaleza, pero esta es imposible de definir o de explicar. San Pablo, el Iniciado judío, es trastornado por esa experiencia que psicológicamente nosotros llamamos “conversión” y que tiene efectos revolucionarios sobre su vida espiritual y moral. En cierta ocasión se preguntó a un Maestro qué era lo que constituía la naturaleza de un buda, y él respondió: “El fondo de un cubo reventó”.

El satori es al zen el alfa y omega, de la misma manera que la luz y el calor lo son para el Sol. El zen podrá ser despojado de todo su aparato externo, de sus monasterios, de su literatura, pero sobrevivirá y será eterno tanto como el satori persista en él. Esta es su razón de ser intrínseca.

El satori no puede nacer de una alucinación, de la fantasía irresponsable de una mente incontrolada. Por el contrario, debe ser la experiencia lo más simple posible; quizás, como dice D. T. Suzuki, “porque esta es la base misma de todas las experiencias”.

Evidentemente, el zen no puede hacer más que indicar el medio hacia la apertura del satori; y no importa lo que pueda hacer el Maestro; es necesario que sea el discípulo el que marche solo y realice así su propia experiencia, alcanzando el fin buscado. Es como la yema hinchada de una flor a la que el calor del sol hace estallar. Es su propia tensión la que la hace abrirse; el sol es como un detonador. Es su propia necesidad interior la que le permite abrirse, estimulada por el astro rey. El Maestro permite solo el despertar, provocándolo. “Cuando el discípulo está preparado, no tarda en presentarse el Maestro…”. Es esto lo que lleva al zen a ser tan subjetivo y personal; se limita a indicar, sugerir, crear en cierta forma el momento oportuno. Después, el Maestro desaparece; el ojo interior está abierto.

Un monje pidió a Tchao-tcheou Tsoung-chên que lo instruyera en el zen. El Maestro le dijo: “¿Has tomado tu desayuno?”. “Lo he tomado, Maestro”, respondió el monje. “Muy bien. Ve entonces a limpiar tu vajilla”. Esa fue la respuesta inmediata que, se dice, abrió repentinamente el espíritu del monje a la verdad del zen. Este ejemplo bastará, evidentemente, para comprender hasta qué punto el zen está integrado en la vida de todos los días en las cosas más triviales, y vemos también el papel importante que juega en esas circunstancias.

Es evidente que un problema radical debe ser formulado: ¿cómo hizo el Maestro para abrir los ojos de su discípulo a través de una pregunta-respuesta tan prosaica? ¿Tenía un sentido oculto que correspondía a una tonalidad mental particular de su discípulo? ¿De qué manera el monje estaba preparado mentalmente para ser iluminado por la respuesta de su Maestro?

Hay en el zen algo que desafía la razón y, en consecuencia, es la explicación de que ningún Maestro –Buda mismo– puede guiar a sus discípulos a través del análisis intelectual. El satori no puede ser comprendido por el entendimiento. La llave intuitiva que abre la puerta del despertar, en cuanto esta se encuentra ya al alcance del discípulo, le hace penetrar en un universo de aspecto diferente, esencialmente próximo a su naturaleza original.

La transformación es tal que cuando se logra, marca un hito decisivo en la vida del ser que se encuentra confrontado con su naturaleza. El satori no es, entonces, un estado enfermizo del espíritu que surge de una psicosis; es, en todos los casos, un estado espiritual perfectamente natural, integrado en la normalidad, como lo declaró Nants`iuan:

“Bebiendo mi té, comiendo mi arroz, paso mi tiempo como viene; bajando la mirada hacia el torrente y levantándola hacia las montañas. ¡Ah! ¡Cómo me siento sereno y descansado!”.

La conmoción mental que se produce entonces depende, evidentemente, de la disposición interna del ser, pero lo que es seguro es que todas las concepciones anteriores son barridas por un maremoto que destruye el mundo viejo interior. Cuando la transformación termina, el mundo anterior continúa existiendo, pero iluminado de una luz nueva. Por ejemplo, lo que podría considerarse como un simple guijarro al borde del camino, puede transformarse en una piedra. Los valores que se juzgaban anteriormente “correctos”, “normales”, “satisfactorios” en todos los sentidos, se vuelven, en cierta manera, diferentes bajo el efecto de ese despertar y adquieren así matices sutiles, completos, dignos de figurar entre los maravillosos tesoros de la doctrina secreta.

El zen y el arte

Los cuatro principios del zen nos permiten penetrar en el interior de su filosofía a través del arte:

  • Una transmisión especial, aparte de las Escrituras.
  • Ninguna dependencia con respecto a las palabras y las letras.
  • Dirigirse directamente hacia el alma del hombre.
  • Contemplar su propia naturaleza y realizar el estado de buda.

Se puede decir que el zen ofrece algo que permite el retorno a una concepción y una visión simple y directa de la vida; una visión inmediatamente asimilada, y entonces comprendida. En cierta manera es como la visión de un niño que vive enteramente en el presente, sin que el pasado ni el futuro existan para él, por lo menos conscientemente. El individuo despierto debe tener acceso a una libertad total, en una participación entera y completa de la vida. “Vivir espontánea y naturalmente el momento que pasa”, se decía Ruth Sasaki, y esa es la libertad del zen.

Esta concepción del instante, en su entera plenitud, es visible en el arte, bajo sus múltiples formas; y los artistas zen dan siempre la impresión de expresarse “desde el interior”. Este proceso puede verificarse en todas sus manifestaciones artísticas: pintura, música, escultura, artes marciales, poesía…

En la pintura, el vacío, que no es ausencia o carencia, sino plenitud, juega un papel significativo. El espacio, por otra parte llamado impropiamente así, es tratado como un valor en sí mismo y no como un vacío que es necesario cubrir. El vacío lleva a la reflexión interior, sugiriendo una idea abstracta, liberando la imaginación del espectador. El vacío es fecundo y nutritivo para el espíritu.

La música solo puede ser interior; música del pensamiento, armoniosa comprensión de sonidos “mudos”. En una pintura del fin del siglo XII, Los dos sabios bajo un ciruelo, penetramos en un cuadro sobrio, para participar, en compañía de los sabios, en la lección del instrumento musical sin cuerdas, es decir, la lección del silencio.

Las artes marciales ofrecen, igualmente, esta plenitud. E. Herrigel, dice: “Todo Maestro de una de las artes sometidas a la influencia del zen es similar a un relámpago salido de la nube de la Verdad universal. Esta verdad se revela en la libre movilidad del espíritu del Maestro y en lo que él llama “Algo”. En ella se encuentra su propia esencia, básica e inefable. En esta fuente que no se seca nunca, sus potencialidades dormidas extraen una comprensión de la Verdad que, para él y para los demás a través de él, renueva perpetuamente sus aspectos…”

Esta reconciliación con la Verdad da al arte zen un matiz infinitamente exquisito. La interioridad que preside cada gesto, en el combate o en el canto, en una pincelada o en el lenguaje, en la contemplación o en el trabajo, en lo verdadero o en lo irracional, encuentra su lugar de honor y matiza de mil maneras la contemplación artística. Se trata de no mirar el junco para pintarlo, sino más bien volverse junco, integrarse en su vida, en su esencia, y el pincel se volverá entonces el útil dócil del Maestro. El tiro con arco preconiza igualmente esta unificación, esta identificación con la naturaleza del objeto: “Yo soy el arco, yo soy la flecha, yo soy el blanco…”, dice en sustancia el Maestro de Herrigel.

Sin haber penetrado en los arcanos religiosos, morales o metafísicos del zen, y conscientes de las lagunas que esto implica, queremos, sin embargo, poner de relieve algunos puntos básicos del zen a modo de conclusión o epígrafe final a este breve artículo:

  • El dinamismo del budismo, que se desliza casi sin choques en las civilizaciones viejas y sabias; y encuentra materia para enriquecerse.
  • La conjugación constante de los verbos pensar y actuar; y así, el advenimiento de esta nueva visión, que representa el leitmotiv del zen.
  • La aplicación perfecta de la filosofía al arte, de la misma manera que el descubrimiento del instante más allá del tiempo, o en el corazón de su plenitud.
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